El cuarnet de la vida

El fin de semana, este más largo de lo normal por la festividad del Dia del Padre, se aproxima. Es por esa razón que les entrego en mi Blog Made in Jijona (aprovechando que hoy, a las cinco semanas de nacer, ha llegado a las 25.000 páginas vistas y 7.600 usuarios únicos) el cuento ‘El cuarnet de la vida’, el cual lo escribí a finales del año 2011 para participar en el concurso literario Pou de la Neu (hotel del que tanto se ha hablado en los últimos días tras tres años de cierre y olvidos políticos). El concurso lo ganó el escritor alcoyano y profesor de Filologia Catalana de la UA, Carles Cortés, con su cuento -también de tintes eróticos- ‘Bajoques farcides’.

 

(A José Picó, Sergio Balseyro y Tirso Marín, tres periodistas como la copa de un pino)

 

EL CUARNET DE LA VIDA

 

-It’s fantastic, sensational!. A Anette le había salido del alma. Había llegado al aeropuerto de El Altet desde Liverpool en uno de esos vuelos atiborrados de familias, de maletas y hasta de perros enjaulados. Era uno de esos aviones de moda de Riannair en los que desembarcas tú y casi todos tus bártulos a pie, sin tener que penetrar en las impersonales y tenebrosas pasarelas de una terminal que más parece una mole de hormigón, hierro y cristal de una maqueta presentada a un concurso universitario de arquitectura que un aeropuerto turístico. De segunda, vaya, y cómodo.

Anette había llegado sola en un avión de los que tienen líneas charter ‘low cost’, en los que vienes a tiro y precio fijo para, en apariencia, flirtear con los penetrantes  rayos de sol rompiendo las tranquilas olas de la Costa Blanca y para saborear una gastronomía no precisamente de autor en hotel todo incluido, con rebozados sacados del congelador, vino de la casa y flan de fábrica de postre.

La mujer seguía causando la sorpresa a las tenderas de la ‘duty free’, acostumbradas como están ellas a ver excentricidades de unos atolondrados turistas a los que se obliga a pagar un doble peaje por pasillos llenos de estantes, a gastar a toda costa para rentabilizar una mastodóntica obra multimillonaria que había sido inaugurada hacía poco por un ministro, el cual no para ahora de hablar de recortes y más recortes en infraestructuras. “Cosas de los politicuchos de turno”, caviló para sus adentros esta turista inglesa, también ducha en la actualidad.

La admiración, bajo un calor justiciero en una zona aeroportuaria en la que las frigorías salían con cuentagotas ante tanto cubicaje que refrescar, iba in crescendo. -It’s fantastic, sensational! -insistía la cándida mujer, de cabellos lacios y rubios, casi de porcelana.

Sus manos, de dedos pulcros y largos y uñas arregladas, como salidas de un laboratorio de manicura, habían llegado al cuarto piso de la segunda estantería de alimentos de España, alimentos de calidad, una suerte de sección hasta con higos chumbos etiquetados con denominación de origen. Pero no eran higos chumbos lo que asía con ahínco Anette. Eran no uno, sino una decena de botes con pericana. De no ser por la ayuda de las empleadas aeroportuarias, que enseguida notaron la ansiedad de esta turista, se habría desparramado, cual torre gemela, la construcción de botes de doscientos gramos, con una composición de aspecto vomitivo y color plomizo, y marchamo del fabricante: ‘Jijona, La SA.’

Anette no acertaba a sacar su tarjeta de crédito de una bolsa de mano mientras miraba de reojo el resto del equipaje, caliente aún tras marear la perdiz en las cintas transportadoras. Tan alta era su emoción y sorpresa que seguía sin acertar. Estaba casi ida y eso que no había hecho sino llegar a Alicante. La turista de cabellos lacios y rubios, casi de porcelana, exhibía una figura perfecta. Ni la famélica de las estrellas de la pasarela, ni menos aún la de mujer revestida de cartucheras de grasa, tal vez por un exceso de hamburguesas y perritos calientes en sus tiempos de moza. Muy común, por cierto, en su Gran Bretaña. No. Anette era de culo bien prieto embuchado en unas mallas tono crema desde las que podía distinguirse con claridad meridiana la marca de la ropa interior y hasta su fecha de caducidad.

Finalmente, quedaron todos contentos en la ajetreada tienda ‘duty free’ del aeropuerto. Anette requirió a un asistente de Aena para saber exactamente dónde se alquilaban los turismos. No tenía tiempo que perder. Se cocía a fuego lento lo que tanto tiempo y tantos esfuerzos le habían ocupado para despojarse de aquello que, en realidad, le provocaba cosquilleo en el estómago. Más bien, un vacío que ni el más fornido de los atléticos liverpulianos había logrado rellenar a lo largo de sus treinta y pico años de triste existencia.

Con acento anglosajón exquisito, pero con lagunas sobre gramática y sintaxis más grandes que la de Ruidera, los empleados de Gulcar, una de las agencias de ‘rent a car’ visibles en la terminal, entregaron seguros, contratos y llaves a la rubia británica. No sin antes echar mano de nuevo de la Visa y, poco después, sufrir más de un despiste en la salida por la colapsada carretera que pone ruta a los principales destinos turísticos, Anette emprendió entonces, ilusionada, viaje hacia la tierra de la luz y de la alegría. A Benidorm.

Pronto divisó las torres de cemento en primera línea de mar rompiendo la armonía dorada de un azul turquesa en día de brisa fresca y poco oleaje. Era Urbanova. Enseguida olió a mar y a salitre procedente de las charcas protegidas de Aguamarga en las que acaso distorsiona, junto a una familia de flamencos, un antiguo matadero destartalado, lleno de grafitis con poco gusto. Como si se hubiera pintado con los restos de despojos y sangre de los miles de corderos y terneros allí sacrificados durante años. Y una planta desaladora que, dicen, emite miles de toneladas de sal a la posidonia. Y unas casas de reciente construcción para expropiados del barrio y ribeteadas por un monumento franquista en homenaje a los caídos. Y…más ladrillos en lo alto de la colina, encima justo de la Cala de los Borrachos, adonde dan rienda suelta dos pasiones: el sexo joven y la pesca con caña al alba.

Ladrillos van y vienen en toda una bendición de avenida de palmeras bañadas por el mar y salpicadas por hoteles de carretera y escarceo a precio de estudiante

Ladrillos van y vienen en toda una bendición de avenida de palmeras bañadas por el mar y salpicadas por hoteles de carretera y escarceo a precio de estudiante, oficinas de marcas y constructoras y hasta una megafábrica de aluminio. Anette contemplaba el paisaje con indiferencia, incluso más que el coche de delante. Y no se estrelló de milagro en uno de los semáforos que regulan el tráfico de entrada a Alicante. Se notaba más tránsito a esas horas del día, pero Anette disfrutaba de verdad del paisaje que le quedaba siempre a la derecha, con algún velero en lontananza perseguido sin quererlo por un buque mercante a reventar de clinker y cemento, cerca de las grúas y de las montañas de contenedores, acaso menos llenos de zapatos de Elche y Elda que otros años.

La turista de culo prieto, cabellos lacios y rubios, de figura estilizada pero sin pretensión alguna de imitar a las chicas del yogurt y el gimnasio, siguió contemplativa con su Ford Focus de alquiler. Cruzó por una carretera moderna jalonada de pequeños túneles mal iluminados a cuyos lados hay torres vigías de la huerta alicantina casi en estado de demolición, como están en vías de extinción los campos de almendros y algarrobos que surcaban sus bancales; prostíbulos de carton piedra y luces de neón anunciados hasta en los taxis; hospitales que más bien parecen residencias de ancianos; y hasta hamburgueserías para pasar el día, tú y tus hijos, encapsulado en el plástico multicolor y el helado elaborado a golpe de nitrógeno.

Anette seguía sin comprender cómo, ante tanta grúa y estructura metálica comercial; ante tanta vidriera con coches impolutos en hilera; ante tanto muro de mampostería que da el pego al chalet y galones a sus moradores; ante tanto surco de escaparates y hasta de lugares tenebrosos y de incineración a medio construir, se levantaba, majestuosa al fondo, una auténtica muralla azul de montañas, coronada en caso de Aitana por una antena, que bordeaba el mar y le daba garantías de continuidad. No como a la huerta en la que antaño brotaban tomateras y pebreras de debajo de cualquier piedra.

Pero Anette iba a lo que iba. Benidorm, 28 kilómetros. Alcoi 54. Sabía, y eso que no había activado el dichoso navegador gps, que su destino era en línea recta, por mucho que le sonara la geografía. Bueno, más que sonar, ya se conocía la partitura. Cruzó por otro mar de grúas, por pueblos construidos al borde de acantilados y por torrenteras de casas y bungalows salpicados por los barrancos que dejan huella cuando llueve. Divisó una estructura de madera en lo alto de la Sierra Cortina y enseguida supo que se trataba de un parque de atracciones, cuyas sillas voladoras oteaban el horizonte de más moles de hormigón rompiendo de nuevo la armonía dorada de un azul turquesa. Nada más y nada menos que del Mar Mediterráneo.

En lontananza, la hercúlea Illa de la bahía benidormí, un mazacote al que la leyenda situaba en los orígenes de los tiempos en la corona del Puig Campana. Eso fue antes de que se enfurecieran los gigantes mitológicos.

Anette soportó alguna cola en la salida del peaje de la autopista, así como el piropo descarado, muy mediterráneo él, del  cabinista que le había tocado en suerte, entregado en cuerpo y alma más a dilatar el proceso de cambio del servicio que a abrir la barrera. Los cabellos lacios y rubios de Anette brillaban en la tierra de la luz y la alegría como en los cuadros de Sorolla. Y no pasaban desapercibidos ni para el guardia civil de tráfico que fumaba un pitillo por debajo de su recio bigote, mientras trataba de detectar si alguien conducía sin el cinturón de seguridad obligatorio.

En el hotel Pelícano, un grupo de turistas ‘imserso’ enfundados con rebecas de lana y caras muy bien sonrojadas, de acento asturleonés, salía en busca del aeróbic

En el hotel Pelícano, un grupo de turistas ‘imserso’ enfundados con rebecas de lana y caras muy bien sonrojadas pese a la temprana hora, de acento asturleonés, salía del desayuno en busca del aeróbic diario en la playa de Levante para regresar poco después al ‘buffet’. Anette apenas sí hizo cola en la recepción. Con sus pulcros y cremosos dedos extrajo una carpetilla con nombre de tour operador. Era su principal tarjeta de presentación. Pero no la única.

-Habitación doble para una semana, todo incluido.

-Firme aquí y deme el DNI, por favor.

-¿A cuánto queda Jijona?

-¿Cómo?

-Sí, Ji-jo-na -pronunció Anette silabeando lacónicamente para captar mejor la atención del recepcionista, un solterón nacido en Lorcha y todavía aprendiz del anglosajón y de esas excentricidades consabidas.

-Pero si usted está en Benidorm, la tierra de la luz y la alegría, y cerca tiene tierras mitológicas, nísperos en conserva de Callosa d’En Sarrià, embutidos caseros de La Nucía, arroz con caracoles de Tárbena, embalses, castillos y miniaturas de Guadalest, fuentes de l’Algar, peñones de Calpe y hasta caldereta de peix de Xàbia. –enumeró el recepcionista sacando los ojos por encima de sus gafas e hincándolas literal e indisimuladamente en la zona frontopectoral de la turista.

-Ji-jo-na –insistía Anette.

-Pero si….

-Ji-jo-naaaa…

Hotel pou de la neu, junto al Pou del Surdo, con toda la Carrasqueta y, al fondo, Penya Migjorn de Xixona totalmente nevada./FOTO ALFREDO G. MIRA

Anette había dejado en su abigarrada y holgada casa de Liverpool a padre, madre y seis hermanos. Era ella la mayor y, tras acabar los estudios de ciencias biológicas, había dedicado casi todas las semanas de su aún corta y triste existencia a ser madre. Para ella era lo más grande. La madre de todas las batallas. Por eso casó y desposó y ahí anduvo hasta en tres frustradas nupcias, y en no sé cuántos novios casamenteros.

Pero ya era agua pasada, porque su abuela, que era asidua de Barcelona y de su barrio gótico pese a que el médico le había prescrito sol y nada de humedad, le brindó la auténtica receta: “¡Anette, que se te seca!”. Fue precisamente su abuela, una octogenaria que aún se tomaba chupitos de güisqui de malta irlandés después del desayuno, mientras leía la prensa en papel, la que hace unos meses le aconsejó la pócima de la felicidad. Era precisamente el mismo ungüento aceitoso, de color plomizo y aspecto vomitivo que había capturado al aire en la surtida tienda del aeropuerto: pericana de Jijona, pero sin cuarnet amarillo y sí con pimiento rojo. Del choricero, vaya.

Su abuela, que se llamaba precisamente Amor en inglés, o sea Love, pasaba de más joven largas temporadas junto a la catedral de Barcelona, cerca de la Plaza de Sant Jaume. Allí tuvo oportunidad de adquirir los famosos turrones a la piedra, blandos y duros, pero siempre nutritivos, traídos desde Jijona expresamente. Y fue precisamente en un portal de no más de diez metros cuadrados, de una familia de turroneros centenaria, al lado mismo de las Ramblas, donde Love hizo uno de los grandes descubrimientos de su vida: pe-ri-ca-na. Y eso que aún no había olisqueado el cuarnet amarillo.

La abuela de Anette también tuvo problemas de fecundidad, pero acabó pariendo a seis rollizos hijos y había alcanzado ya la docena y media de nietos y biznietos; y no se sabe ya cuántos chupitos de malta. Biznietos llegados esporádicamente unas veces; sistémica, al igual que la banca, en la mayoría de ellas. Pero no tenía descendencia de su Anette, la estudiosa de bichos y ranas, de cabello lacio y rubio y piernas empingorotadas. De culo prieto y figura estilizada y esbelta. Casi pétrea.

Anette había acaparado, sí, pericana para un regimiento en El Altet, pero una duda la asaltaba. La fórmula de los antepasados de los maestros turroneros le había hecho ver, a ella y a su abuela, que el elixir de la felicidad estaba en el cuarnet. Cuarnet amarillo, brillante, limpio, fecundo, escaso. Con pedigrí. ¡Y afrodisíaco!.

Apenas sí tuvo tiempo ni para cambiarse sus mallas transparentes con publicidad de bragas, aunque cogió algo de ropa para el fin de semana. Aún pudo llamar al recepcionista para que le subiera dos rebanadas de pan blanco y un vaso de agua. Por fin llegó el momento de destapar uno de aquellos tarros de las esencias de ‘Jijona, La SA’. Restregó el plan y masticó con entusiasmo exacerbado, pero sin demasiado convencimiento.

Tras dejar de nuevo los mazacotes de hormingón y las sillas voladoras, las montañas rusas de madera desafiando a la Sierra Cortina, Anette y su coche de alquiler iniciaron el camino hacia la ascensión. No le importó viajar un buen rato a baja velocidad tras varios camiones, que más bien parecían chatarrerías vivientes y que expelían un olor nauseabundo. A veces hasta de sepia congelada putrefacta. Tampoco le molestó el inhóspito paisaje de arcilla roja. Ni el calor sofocante en pleno otoño.

Porque, al poco, se coló por las ventanillas del Ford Focus como una exhalación el olor a almendra tostada y a miel cocida que salía de varias chimeneas de fábricas de turrón y la arcilla roja se tornó en una elevación verde de pinos y encinares que tocaban, o casi, el cielo, surcado por aves migratorias quizás también en busca de un estado placentero. Un pueblo, dejado a la izquierda, se empinaba hacia la montaña en ejercicios de equilibrista. Como si de pronto ese pueblo, llamado Jijona, hubiera salido de un cuento de hadas para arrancar las primeras lágrimas de emoción de la turista inglesa.

Sus consejos fueron sabios. Los de la abuela Love. Había que dar con la fórmula. Y con la materia prima deseada. Una casa de peones camineros, tras dejar atrás dos miradores de encanto con el valle desmelenándose, indica que la meta queda cerca. ‘Pou de la Neu, dos kilómetros’, reza un cartel. A la derecha, entre una nube de encinares jóvenes, sin duda porque son herederos de la mano del hombre y del fuego, aplauden la llegada del coche de alquiler, que va paso firme, sin miedo, con la esperanza del futuro y esa especie de cosquilleo de hembra sedienta.

-Buenos días.

-Buenas tardes –contestó el posadero, con camisa blanca arremangada a la moda, sin superar nunca el codo.

-Habitación doble para el fin de semana, todo incluido.

La posada, cruce de caminos, personas y costumbres, nexo de unión entre mar y montaña, estava enclavada en el puerto de La Carrasqueta

DNI, firma y Visa y volver a empezar. La posada, cruce de caminos, personas y costumbres, nexo de unión entre el mar y la montaña, estaba enclavada en el puerto de La Carrasqueta. Hacía fresco y Anette tuvo tiempo suficiente para deshacer su equipaje de mano. Subía los escalones de lo que había sido una casa labriega de principios de siglo en la que abundaba la piedra pétrea, la confortable y noble madera. El ruido de sus tacones rompió el silencio y esa magia oculta de la sobremesa. La habitación tercera, con un ventanal al este y otro al oeste, permitía observar la paz del valle poco antes de la puesta de sol.

Había llegado el día y el momento. Tantos sinsabores para esta bióloga amante de los bichos y de las ranas no podían seguir. Ni tantos resultados baldíos de fluidos y pruebas en casi todas las farmacias de Liverpool. Cayó a plomo la noche. Corría el viento y hacía fresco. Frío aún no.

Un murmullo y risas procedentes de abajo anunciaban que empezaba una nueva vida para Anette. Era el momento para el taller de pericana que el Pou de la Neu brinda a sus huéspedes. Las brasas, con leña de carrasca ni seca ni tierna, en su justo punto, daban cobijo a un grupo de no más de una docena de parejas. El posadero seguía con sus mangas arremangadas y su camisa blanca impoluta. De bigote aún más recio que el del agente de tráfico y de voz pausada, amasada en la tranquilidad del puerto de montaña, logró enseguida captar la atención de sus invitados.

-Debe de ser vuelta y vuelta. Y así unas cuantas veces, porque el cuarnet seco no se puede achicharrar. El aceite, por supuesto extra y de oliva, a ser posible de alguna almazara del área de Benilloba y Penáguila. Y el bacalao salado, de Irlanda o Inglaterra, mejor de la parte de la cola. Bien asado a la brasa. Se debe desmenuzar con paciencia de santo y las semillas del cuarnet amarillo jijonenco, por favor, que queden fuera. Todo bien triturado. Y el aceite poco a poco, con arte y sentimiento. Si queréis, podéis poner unas rodajitas finas de ajo, como de papel de fumar, pero tampoco pasa nada si faltan. El servicio, por supuesto, en un plato de los de cerámica –explicaba el hospitalario hotelerogastrónomo bajo la mirada atenta de todos y cada uno de sus huéspedes.

Al posadero Antonio le acompañaba un mocetón treintañero, de espaldas tan anchas como aquella avenida de palmeras del barrio de Aguamarga que había surcado esa misma mañana. Parecía el pinche de cocina. Las parejas experimentaron el olor exclusivo del cuarnet amarillo soflamado a la brasa y también ese regusto del pan mojado y untado y el del vino tinto de la tierra. Y disfrutaron de la conversación plancentera. Y del humo de algún puro en el patio de caballos, junto a las jardineras de la casa de labranza. Hasta se escuchaba el canto de algún búho. Digo búho, de algún zorro.

-Buenas noches y muchas gracias.

 

O el vino había hecho mella, o el vino, la pericana y los ricos embutidos y carnes habían hecho mella, pero qué mella. Con disciplina castrense, en hileras de dos, como si se acabara el mundo, el comedor del Pou de la Neu se fue quedando mudo. Oscuro. Dormido. Aunque esto último sea sólo hablar por hablar.

Aquella noche se quebró la paz a mil metros de altitud, en un mar de encinares que beben de la humedad de la noche

Aquella noche se quebró la paz a mil metros de altitud, en un mar de encinares que beben de la humedad de la noche en tierras ya inhóspitas por el cambio climático. Se rompió la paz, sí, porque ni merodearon desde entonces los jabalíes a la luz de la luna quizás en busca de algún tubérculo; ni tampoco la musaraña, ese ratoncito bigotudo, encantador y protegido por las autoridades y ecologistas que tiene denominación de origen (al igual que el turrón, el helado y la pericana) en La Carrasqueta y sus estribaciones. Los animales salieron despavoridos, tan ensordecedores y desgarradores eran los jadeos de placer que emitían las paredes de la alcoba central del primer piso. Ni qué decir del resto de huéspedes, tranquilos durante el taller de pericana, educados incluso después de la primera copa de vino negro, siempe ávidos de la paz de la noche en la montaña jijonenca. Y metidos hoy en harina de otro costal, más que a la fuerza, a la jodienda.

El Pou de la Neu, ese remanso de tranquilidad coronado por una mole de mampostería de tiempos de los árabes que se asoma al borde de un precipio de taludes de piedra y almendros y olivos y pinos dispuestos en hilera con exquisita marcialidad, siempre con vistas al mar, había devenido una charca de flujos carnales. Un oasis de lujuria, un coto privado para practicar el amor en su variante más pasional. Hasta brutal.

Anette tenía la culpa y el posadero lo sabía. Pep, el cuarnetero oficial, ese labriego fornido que había hecho fortuna en los bancales de pencas y alcachofas de la partida rural de Alequa, de manos rudas pero limpias, tal vez de tanto lavárselas en el agua que baña la zona tras brotar en fuente caballera, se levantó renqueante. Vamos, como el mejor ‘vitorino’, bragado y meano, tras las tres puyas correspondientes en la suerte de varas. Había venido a menos por arte de birlibirloque su bravucona figura, y también en el fondo por el arte de naufragar en medio de un bosquecillo de serpientes y cañas. Aunque estaba, eso sí, confortado al sentirse tocado por la mano de algún dios y por el trabajo bien realizado.

El domingo amaneció con el cielo plomizo, pero Anette se sentía feliz. Cogió todos sus bártulos, desayunó almendras marconas, miel de romero pura y café en una mesa solitaria junto al ventanal, con vistas al valle que empezaba a desesperezarse. Incluso ya le molestaba el tímido sol que rompía en dos el omnipresente Cabeçó D’Or. Lo rompía mucho más que el azul turquesa al fondo y una luz intermitente que permitía divisar hasta el faro y el cabo de Santa Pola.

Después buscó la llave del Ford Focus y, con sus manos blancas, cremosas, de dedos largos, activó la cerradura automática. Respiró hondo varias veces, contempló de nuevo el exclusivo paraje natural desde el que se divisa Aitana, la Font Roja y El Menejador, secó alguna lágrima con un pañuelo de seda amarillo y subió al coche. Los rayos calentaban y deshacían ya el tenue manto blanquecino de la escarcha de la noche que cubría las encinas y las vestía de fiesta. Un bando de palomas torcaces sorteaba con agilidad las nubes más bajas, como queriendo llegar a algún lugar antes de que llegue el fin de sus frágiles vidas.

Antonio, el posadero, no volvió a saber de Anette. Bueno, no supo de Anette, ni tampoco del cuarnetero oficial. De Pep, aquel labriego fornido de anchas espaldas, de manos rudas pero enjabonadas en agua pura, el que tantos años había llenado el altillo del Pou de la Neu de esos pimientos amarillos, de simiente jijonenca única en el mundo. Elixir de la vida que secaba con los primeros y últimos rayos del sol, ese sol que despierta en el mar y duerme cada día en la montaña; y con el frío intenso y seco de los inviernos dibujados con la nieve más blanca jamás vista.

 

Fachada principal del hotel Pou de la Neu, tras una nevada en el puerto de La Carrasqueta./FOTO TURISME XIXONA

Al invierno del año siguiente, un gélido día de enero, el cartero de la zona tuvo que llegar hasta el Pou de la Neu con el land rover menos destartalado de Correos. A Antonio, el posadero, y a toda su familia les brillaron los ojos de un modo especial.

Dentro del sobre postal, con franqueo y sello de alguna reina inglesa y procedente de Liverpool, una foto para el recuerdo: la turista inglesa Anette, el labriego jijonenco Pep y sus cinco vástagos. Varones y hembras. Liberpulianos y jijonencos de sangre, clima y pasión. Sajones y fenicios juntos en la misma coctelera. Y una posdata a pie de página:

“Gracias al Hotel Pou de la Neu de Jijona, por la paz y la felicidad que nos habéis otorgado”.

Antonio pronto encontró en la también fértil partida rural de Nutxes a otro suministrador oficial de cuarnets, que se siguieron secando en el altillo con el frío sol de la montaña. El posadero continuó, como cada fin de semana, con su fecundo taller de pericana, con penetrante pimiento amarillo seco de Jijona, único en el mundo. De simiente heredada por varias generaciones de labradores. Sin sucedáneos como el pimiento rojo choricero. Haciendo con dignidad lo que sabe en un remanso de paz, sabores, olores y vistas, que hasta la vida alumbra.

La vida es corta, pero dulce! La vida és curta, però dolça!

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