Relata el escritor Antonio Monerris Hernández en uno de sus relatos anexos al libreto ‘Antiguas Costumbres Jijonencas’, editado por la Asociación de San Bartolomé y San Sebastián en el año 1985, que «a veces, en la misma entrada de la plaza funcionaba ininterrumpidamente una pianola de manubrio cuya empuñadura era girada por el mismo encargado de la pará»
«Me refiero a la antigua plaza, según su popular nombre bautizado antaño por el pueblo llano, aparte del que ostenta oficialmente en la nomenclatura municipal.
En anteriores ocasiones y acerca del grandioso marco que en la actualidad abarca a esta gran avenida, espacio para todos los magnos acontecimientos jijonencos, mi vulgar pluma la calificó como el escenario de la ciudad.
Antaño fue en su recuadro urbanístico, una recoleta plaza con fuente decimonónica en el centro, con semblante arcaico de zoco oriental y con pretensión de no soñar nunca con una posterior prolongación urbana abocada a convertirse, por el paso del tiempo, en una gran vía tal como aparece en nuestros días.
Lugar de transacciones mercantiles, afluencia de vendedores charlatanes que maculaban con sus voces altas el sosegado ambiente provinciano, extrañas ofertas por parte de subastadores ocasionales
Tiempos pasados en su sufrida calzada el típico mercado semanal en los días de martes, de hondo sabor levantino: lugar de transacciones mercantiles, afluencia de vendedores charlatanes que maculaban con sus voces altas el sosegado ambiente provinciano, extrañas ofertas por parte de subastadores ocasionales, venta entrañable y tradicional de los sabrosos productos de nuestra campiña y, al mediodía, popular y anárquico paseo por entre los tenderetes de los mercaderes, recreo con harto disfraz dominguero, pero siempre con el inevitable aspecto de las efímeras horas de asueto de un día laboral que fugazmente era como una fiesta azarosa, fortuita y casual, pero siempre bien hallada.
El martes también es el día que se comía tarde. El deambular por el mercado casi hacía olvidar la realidad de una jornada menestral. A veces, en la misma entrada de la plaza funcionaba ininterrumpidamente una pianola de manubrio cuya empuñadura era girada por el mismo encargado y, a la vez que el instrumento despedía las notas musicales del cuplé de moda, el tango porteño recién llegado de aquel hemisferio o el fragmento de la zarzuela estrenada, el hombre cantaba incansablemente la correspondiente letra con una disimulada pausa para alcanzar de nuevo el estribillo de la canción.
El público, entusiasmado, escuchaba la tratuita audición después de haber adquiriro el amarillo impreso donde aparecían imprimidas las canciones al respecto, bonitas y pegajosas, y que gracias a su armoniosa composición aprendía con rapidez. Y, camino del hogar, se canturreaba con buena entonación:
«»Tú ya debes de saber
que en brazos de una mujer
muñecos los hombres son…»»
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