Relata el escritor Antonio Monerris Hernández en el capítulo de diciembre de su libreto ‘Antiguas Costumbres Jijonencas’, editado por la Asociación de San Bartolomé y San Sebastián en el año 1985, que «este mes presentaba la fiesta de Santa Bárbara, con el ‘porrat’, último del año y más reducido debido al escabroso monte»
«Con todo su aire romántico y sentimental, presentaba la festividad de Santa Bárbara, en el alto cerro de su nombre, atalaya con cara a la ciudad de Alicante y a un inmenso panorama del litoral mediterráneo incluido el gran valle jijonenco y la ciudad casi a vista de pájaro.
En la fiesta, se contaba el ‘porrat’, último del año y más reducido debido al escabroso monte, difícil acceso y contado recinto para el mismo al igual que la pequeñez de la ermita. La subida, engorrosa y pesada, la visita a la imagen de la santa, la contemplación del pintoresco paisaje desde lo alto y la adquisición de la popular murta para comerla a la par que se regresaba al caer la tarde, era el entrañable y costumbrista ritual de esta pequeña fiesta.
Acerca de esta montaña, no muy lejana del croquis urbano, existían y perduran muchos recuerdos. En 1885, mi abuelo paterno que regresaba de Sierra Morena donde se había dedicado temporalmente a la recolección de la flor llamada ‘grana’, en las coscojas, tuvo que pasar, en unión de otros jijonencos, cuarentena en la casa anexa a la ermita debido a que la ciudad se encontraba en ambos puentes acordonada por haberse declarado la epidemia de cólera, que hizo muchos estragos en la geografía levantina.
En este último mes, surgía el albor de la proximidad de grandes fiestas iniciado con el día de la Inmaculada Concepción. Con una jornada de total descanso, los recorridos de las jóvenes ‘arrecabadores’ vestidas a la aingitua usanza local y pasacalles por la banda de música, el día era de recuerdo memorable.
A todo el ambiente requerido se unía el estreno de las indumentarias de invierno por parte de las féminas, que al mismo tiempo lucían en la procesión vespertina
El ambiente, en fechas posteriores, ya era propicio para pensar en el descanso del agobiante trabajo fabril. Así que pasada la quincena, la temporada turronera se daba por finalizada. Algunos detallistas del producto, de marcha retrasada, la efectuaban a ciudades de allende nuestra provincia con su carga de turrón y alguna que otra cantidad de uva del país, de gran renombre y que expedían también en sus tiendas.
Al caer la tarde, procedentes de sus casitas de campo, hombres cargados de un haz de leña y que regresaban a sus hogares en la ciudad, en sentido de antelación a las fiestas más grandes del año, con todo el laconismo nacido del fondo del alma, decían a modo de saludo: «Bones festes», expresión casi anónima, pero de gran entereza humana.
Los mayores se encargaban de hacer las ‘aixames’ con atocha seca cogida de las montañas
‘Aixames’ bien reforzadas, con agarraderas de esparto a un extremo y que en la Nochebuena serían quemadas por los menores en las calles después del toque del Ave-María y el volteo de campanas, formando con dicha quema masiva un fantástico espectáculo que, como grandes lenguas de fuego, ascendía hacia el infinito, costumbre arcaica acercada a remotas fiestas paganas y mediante el guirigay popular del fuego mágico los niños a la vez que rodaban en alto las ‘aixames’ encendidas cantaban: «Les aixames de Maitines, si no tiren anous…».
El día de Navidad, la jornada más familiar del año, era también pródiga en el estreno de indumentarias infantiles a la para que los menores eran ‘estrenados’ por sus familiares y conocidos mediante regalos en metálico.
El día era recoleto y sosegado. La comida del mediodía casi con la totalidad de asistencia de familiares era presidida por el cabeza de la casa, recordando al principio al pariente ausente que vegetaba en territorio lejano.
La olla del día, el puchero navideño, era imprescindible en el hogar. Cerraba el banquete las suculentas madalenas, toñetes, turrones caseros de nieve y piedra y la consabida ingestión del de ‘Jijona’.
La segunda jornada ya no era tan recogida como el día anterior, si bien con la distinción selecta de la olla al horno del mediodía e igual degustación de los postres.
Por la tarde, se hacían visitas a parientes y amigos que moraban distanciados. En la época a que me refiero, no existía la felicitación mediante tarjeta postal y, en cuanto a la personal, no era muy frecuente, expresándose, en caso de personas allegadas, el ‘bones festes’ con todo su laconismo. Ni más ni menos convencionalistas. No podía ser más familiar, recoleta, entrañable y tradicional la Navidad; dos jornadas íntimas desprevistas de iluminaciones en la calles, contados belenes y por doquier reinando un excelente ambiente con gente contenta y recreada ante las familiares fiestas.
Y los ciegos, los mismos que habían cantado la Pasión de Cristo en la noche del Jueves Santo, delante del viejo Convento, en los días comentados, en las calles, entonaban: «Doneu-me tonyetes que ja és Nadal…».
La Nochevieja, la noche de San Silvestre, la última del año, cerraba la actividad laboral de un día como otro cualquiera. La celebraciónd el jolgorio llegó aquí no hace muchas décadas. Todavía se recuerda en sus principios una reducida acumulación de personas delante de la Casa Consistorial mirando el reloj parroquial minutos antes de sonar las doce de la noche, graves campanadas que acompañarían a ingerir el igual número de granos de uva separados de su racimo, mientras que casi la mayoría de la gente se hallaba descansando.
Nadie se deseaba verbalmente -no había costumbre- venturas en el inminente año. Tampoco quemaban aixames en dicha noche. La misma canción navideña de los niños lo decía: «Les aixames de maitines…». Al igual que los tiempos que corren equivalía a la víspera de Navidad, cuando el hombre y como hace centenares de años, con toda la carga de sus problemas diurnos, se detiene ante el portal de Belén, medita ante el nacimiento del niño Jesús y mira hacia el futuro con esperanza».
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