Adentrarse por el inconmensurable, selvático y silencioso valle principal del pueblo del turrón, para encaramarse después hacia los cerros próximos a Els Plans, ya en término de Alcoy a 1.330 metros de altitud, es sentir, además de un soplo de enorme libertad, que el oxígeno entra -arrendado a las nubes- directamente en vena
Xixona en la mochila. Ha llovido. Una lugareña (bastón en mano, como el nuestro) nos lo reconfirma en el entrador de la idílica partida de Bugaia, en el corazón del corazón del valle de Xixona. Pero para lo poco que llueve en estas tierras alicantinas, no ha llovido lo suficiente, ni mucho menos. En este punto inicial de nuestra caminata de unos 25 kilómetros de hoy, apenas sí se han recogido en los medidores de los campos entre 20 y 30 litros por metro cuadrado, cuando este terruño sediento pero fértil debería albergar, como poco, cien a esta altura del año hidrológico.
Las nubes, aquí, rondando los mil metros de altitud, están sin duda más cerca del suelo que del cielo. Por eso llueve, pero la cantidad de agua bendita es directamente proporcional a la subida, o sea, a la cercanía con los cerros, allá por el Montagut, Els Plans y el Pou del Surdo.
En esta ruta senderista bucólica y serena, salvo el susto de un perro pastor alemán suelto y sin bozal (con cuyo dueño hablaremos próximamente para advertirle de los riesgos), comprobamos que la tierra, por fin, huele a tierra mojada, que no húmeda.
El día ha amanecido claro, limpio y transparente, pero conforme avanzamos el cielo se pinta, primero de pequeñas autopistas blancas sin ser barreras del sonido; después de nubarrones grises y amortajados para acabar la jornada envuelto literalmente entre espesa niebla y con los dedos de las manos acartonados de no ser por nuestros guantes de lana borreguera.
La fauna es aquí aún diversa y generosa. Desde el mismo momento en que iniciamos la marcha, garrote en mano y no hacemos mal ante los tres amagos de arranques del pastor alemán por en medio del bancal de almendros marcones, el arrullo de las palomas torcaces se enseñorean del ambiente acústico de Bugaia de abajo, del centro y de arriba.
Fauna siempre enamoradiza entre sus semejantes y frente a los humanos, la de las torcas, decimos.
Avifauna que nos saluda nada más iniciar la caminata, en territorio Valero donde se exhibe una placa del centro excursionista local. Y nos saludan de tres en tres, pues ese es el número exacto de buitres que sobrevuelan coronando la línea de la Carrasqueta en descenso, quizás planeando hacia la Penya Migjorn en busca de alimentos en algún cebadero artificial.
Xixona, el pueblo del turrón, turrón, o sea, del postre navideño más universal, empieza a alejarse de forma literal para la vista y para la distancia.
Y los charcos en la carretera de la partida de Bugaia aparecen tras las lluvias de principio de semana. Ora aquí, ora allí. Agua que han recibido como balón de oxígeno y diversión los siempre enfangados jabalíes, abundantes por todos estos parajes, que ya han convertido en su hábitat natural dejando atrás la profunda sierra.
Los animales echaban de menos el agua de lluvia. Bien que se observa en todos los charcos, arremolinados con el barro engorroso de pelos de algún macho o incluso de la manada entera.
Por no hablar de muchos de los bancales que aún cultivan almendros tradicionales de marcona, la pepita de oro, que más parecieran recién labrados que recién regados, tal es el movimiento de tierras que propician con su ocico las piaras bugaieras.
Tierras y casas de labranza, almendros increíblemente todavía en flor y con el fruto ya cuajado de forma simultánea, lo cual confirma lo irregular del presente ciclo vegetal a causa del imprable cambio climático.
Y sin dejar nunca la carretera rural que lleva hasta los pies del omnipresente Montagut, avistamos, de súbito, el Pou del Surdo y el hotel municipal junto al nevero.
Como quiera que la caminata es placentera, aún nos quedan algunas horas para alcanzar ese punto.
Porque antes vamos a vivir una buena experiencia senderista entre campos de olivos jóvenes y centenarios, algunos todavía con pendientes de color negro al no haberse recogido la aceituna.
Una circunstancia que permite a los tordos o zorzales, que en el Valle de Xixona siempre han sido copiosos, no regresar todavía a su tierra de origen tras el camino de regreso migratorio y estirar un poco su presencia en estos bellos campos de olivos y almendros. Zorzales que, en buen número, vuelan y revuelan entre olivo y olivo, entre zarzal y zorzal, entre lentisco y lentisco con un aleteo que parece augurar su inminente vuelo definitivo al norte de Europa.
La belleza de la montaña y del valle jijonencos hoy se aprecia no sólo por la nitidez del cielo y de la luz que irradia este sol primaveral
La belleza de la montaña y del valle jijonencos hoy se aprecia no sólo por la nitidez del cielo y de la luz que irradia este sol primaveral a las puertas de una posible dana. También porque la belleza del paisaje del monte jijonenco es perenne, como la hoja de las cada vez más frecuentes a nuestro paso carrascas y coscojas.
Y las nubes, que van asaltando el azul de arriba, parecen cada vez más cerca del suelo que del cielo, porque la tierra aquí huele más a mojada, que no húmeda.
Y también huele a ciervo y a jabalí en celo.
Charcas abrevaderas que no se han llenado ni siquiera tras los lívidos chaparrones y cruce de caminos con advertencias recientes de alguna cacería de la especie o especies, algunas con población claramente descontrolada como el jabalí.
Cuando pasamos por los corrales del Matet, ya en término de La Torre de les Maçanes, amagamos con volvernos para ascender de nuevo a la cima de Montagut, tan grande es el placer de observar el inmenso valle verde del Llentisclar, el Canyaret y la Capua, con Jijona bajo el castillo almohade en lontananza. Y el brillo del Mediterráneo cruzándose de súbito en la mirada.
Pero la niebla serpentea rápiamente por los cerros más lejanos como el Puig Campana, la Grana o el cabeçò d’Or empujada por la mar quizás anunciando próximas tormentas.
Tras cuatro horas por la montaña jijonenca, llega el momento de los frutos secos y el chocolate antes de emprender la caminata de otras cuatro horas y de seguir arrendando oxígeno directo al cielo.
Hoy no es posible. Nos quedamos sin el café cortado del restaurant Pou de la Neu. Está cerrado bar y hotel y así permanece, entre semana, desde hace más de un mes. Un día de estos les explicaremos por qué.
Sin cafeína pero con agua, aún tenemos tiempo de observar uno de los espectaculares pozos de cal.
Y también tenemos tiempo, para nuestro disgusto, de acordarnos de algunos marranos o marranas que han tirado las mascarillas quirúrgicas en el mirador panorámico, tras la barandilla. Más guarros, esos ciudadanos, que los otros marranos, los jabalíes, que tienen hasta estilo para restregarse por el barro.
Moteros que no hacen carreras y sí selfiies y bonitas fotografías panorámicas aun con la niebla espesando y la tarde cayendo sin solución de continuidad.
Ciclistas que suben y que bajan el icónico puerto de la Carrasqueta, con su esplendoroso margen de piedra seca de punta a rabo, bajo nuestro punto de vista una auténtica
Y una alerta seria en la carretera, con salto de pértiga quitamiedos de una de las muchas cabras salvajes que cruzan y corretean temerariamente por la calzada.
Casa de peones camineros que nos recuerda no sólo que a algunos les gusta correr con su moto, sino que esta vía fue eje vertebrador entre Alicante y Valencia a su paso por Jijona y Xàtiva.
Como quiera que había escaso tráfico circulatorio, nos hemos dado el gustazo de bajar desde allá arriba por la carretera para reivindicarla, con todas las precuaciones que permite el actual arcén, como vía paisajística de Primera División.
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