«El jijonenco es acogedor, laborioso, honrado a carta cabal. Cuando se propone hacer algo lo hace bien, a conciencia, con afán de superación que le acredita y le distingue. Los hombres de Jijona saben señorear sus fábricas y haciendas, logradas al precio de una tenacidad insólita y de una honradez ejemplar»
¿Por qué la capital, que agrupa en su torno a un plantel de pueblos pujantes y atractivos, siente por el nuestro tan clara predilección?. Los que desde hace años vivimos al socaire del Benacantil, tuvimos ocasión de observarlo y saber, además, que tal preferencia alcanza a hombres y paisajes, a costumbres y festejos, a hortalizas y guisos.
Tal vez influya en la destacada admiración con que se nos distingue el pedestal de nuestra orografía pintoresca y la aureola de una industria de resonancia universal; pero sin duda contribuye en buena parte a realzar nuestra fama el modo de ser y de hacer de nuestras gentes.
El jijonenco es acogedor, laborioso, honrado a carta cabal. Cuando se propone hacer algo lo hace bien, a conciencia, con afán de superación que le acredita y le distingue. Los hombres de Jijona saben señorear sus fábricas y haciendas, logradas al precio de una tenacidad insólita y de una honradez ejemplar.
Nyuestros labrantines miman la tierra madrastra y la apeldañan de terrnones, traídos a esportillas, no importa desde dónde, con tal de que presten arriago a unos almendros o a unos parrales. Y si su esfuerzo no encuentra la debida compensación, no se resignan a la pasividad y a la estrechez y afrontan los riesgos de la aventura viajera, para trasplantar sus actividades lejos del nativo rincón, seguros de que allí donde consigan hacer hincapié raras veces dejará de sonreírles la fortuna.
Las citadas cualidades de nuestros coterráneos les da fácil acceso a la propiedad y les aleja de la servidumbre, de la pobreza y de la delincuencia; mas si la suerte les es adversa, también saber servir humildemente y con lealtad, sin sentir la humillación de los envidiosos y de los resentidos. A tal respecto, es nuestro Miró quien, en una de las más bellas páginas de su libro ‘El humo dormido’, exalta a nuestros hombres humildes en la persona de Nuño el Viejo (personaje real bajo nombre supuesto, naturalmente), quien, en aquel desaparecido paseo de la Reina alicantino, guiara los primeros pasos del genial escritor.
Nuño el Viejo había nacido en los campos de Jijona. Era el criado fiel. Todos pregonaban su virtud. Cuando salíamos de viaje, a Nuño el Viejo se le confiaba la casa y él desdeñaba cama y sillones en aposentos y dormía atravesado detrás de la puerta, como mastín de heredad
Pero oigamos a éste:
«Nuño el Viejo había nacido en los campos de Jijona. Era el criado fiel. Todos pregonaban su virtud. Cuando salíamos de viaje, a Nuño el Viejo se le confiaba la casa y él desdeñaba cama y sillones en aposentos y dormía atravesado detrás de la puerta, como mastín de heredad. Un hombre honorable, en presencia de quien no le conoce, puede hasta por sencillez, por méritos de humilde, descuidar sus otras virtudes. En Nuño el Viejo no era posible este abandono. Estaba siempre acechándose su fidelidad porque se sentía contemplado de todo un pueblo. Virtud más fuerte que la criatura que la posee y basta con ella, principalmente porque es el descanso de todos. Nuño era fiel y lo demás se le daba por añadidura».
Fundamental virtud la de Nuño, símbolo de la hombría de bien de nuestras gentes; pero no olvidemos en éstas sus demás cualidades de excepción y, entre ellas, una de las que más les caracteriza: la pulcritud.
Ser pulcro cuando se tienen al alcance de la mano pródigos medios para serlo, no constituye mérito notable; pero brillar en las callejas más recónditas, en el hogar más humilde, en el indumento de cada día, pese a no contar más que con menguados y distantes manantiales, es doblemente meritorio. Y este es el caso de nuestra Jijona, la sedienta, la que avizora anhelante el paso de las nubes, esquivas, indiferentes al mudo clamor de los ralos sembrados, y de los árboles retorcidos, agotándose en la ruina de la tierra reseca.
Sin embargo, frente a las condiciones adversas, surge nuestro milagro, fruto del heroico tesón, del afán de perfección y de esa nuestra coquetería de aparecer a los ojos de todos como el pueblo excepcional que siempre supo hacer honor a su fama de laborioso, de refinado en toda labor, desde la hogareña más humilde hasta la fabril más complicada.
¿Cómo no han de influir en la admiración de cuantos nos conocen nuestras envidiables características?. Por eso, en la capital, se tuvo de siempre en tanto aprecio todo lo nuestro, desde el plan (PAN DE JIJONA anunciaban hace años las panaderías de Alicante) hasta los platos típicos como el llegum y el chiraboix, desde nuestras codiciadas frutas y hortalizas hasta esas delicadas pastas (las toñas, los bizcochos, las madalenas) tan distintas a las de otras partes.
Laboriosidad, honradez, pulcritud y todo ello enmarcado en la belleza del paisaje y en las sonrisas de sus pobladores. ¿Quién que nos visite dejará de rendirse a nuestro plural atractivo, a nuestro encanto multiforme?.
Nuestro pueblo, bien despierto, dinámico, jovial, se ofrece a los ojos del mundo con su atalaya de callejuelas encabalgadas, con sus caminos que se pierden en los barrancos, con sus huertecillos esponjados, con sus fábricas enormes, envueltas en un hálito de miel caliente
Cobra fama…Pero nuestro pueblo, bien despierto, dinámico, jovial, se ofrece a los ojos del mundo con su atalaya de callejuelas encabalgadas, con sus caminos que se pierden en los barrancos, con sus huertecillos esponjados, con sus fábricas enormes, envueltas en un hálito de miel caliente.
Esa viejecita, llegada de la fuente lejana, que, en la cumbre rocosa, tiende y tensa entre piedras sus nítidas sábanas, banderas de su pulcritud, parece decir con ellas al viajero, emulando al capitán de Flandes: «Jijona y yo somos así».
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